El día que encendimos un sol en la Tierra: todo lo que debes saber sobre Trinity, la primera prueba nuclear Copiar al portapapeles
POR: Deyanira Almazán
16 julio, 2025
El 16 de julio de 1945, el mundo cambió para siempre, aunque la mayoría de las personas no se enteraron sino hasta semanas después. Ese día, a las 5:29 de la mañana, en pleno desierto de Nuevo México, la humanidad detonó por primera vez un arma nuclear.
La prueba, conocida como Trinity, fue el resultado de años de investigación científica y presión política en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Pero su impacto va mucho más allá del conflicto bélico: dejó una huella en la Tierra, en la atmósfera y en nuestra historia como especie.
Hoy, a 80 años de aquel estallido, vale la pena mirar atrás y entender, con ciencia y conciencia, qué fue Trinity, cómo funcionó, quiénes la hicieron posible, y por qué su legado radiactivo sigue presente en nuestras vidas.
La ciencia detrás de la bomba
Para comprender lo que ocurrió en Trinity, primero hay que entender qué es una bomba nuclear. A diferencia de los explosivos convencionales, que se basan en reacciones químicas, las bombas nucleares aprovechan una reacción mucho más poderosa: la fisión nuclear. Cuando un núcleo atómico pesado, como el uranio-235 o el plutonio-239, se parte en dos tras absorber un neutrón, libera una enorme cantidad de energía, además de más neutrones que a su vez pueden romper otros núcleos. Esto se convierte en una reacción en cadena capaz de liberar millones de veces más energía que cualquier explosivo químico.
La bomba de Trinity utilizó plutonio-239. Pero hacerlo explotar no era tan simple. Para lograrlo, los científicos idearon un diseño de implosión: una esfera hueca de plutonio rodeada de explosivos debía comprimirse perfectamente desde todos los ángulos para alcanzar la masa crítica —el punto en que la reacción en cadena se vuelve autosostenida y exponencial. Este diseño requería una sincronización precisa de los detonadores y un profundo conocimiento de física, química e ingeniería de materiales.
La explosión de Trinity logró todo esto... y más.
El Proyecto Manhattan y los cerebros del siglo
La bomba que estalló en el desierto no surgió de la nada. Fue el resultado del Proyecto Manhattan, una operación secreta del gobierno de Estados Unidos que unió a más de 130,000 personas en un esfuerzo titánico para desarrollar armas nucleares antes que los nazis. El proyecto comenzó formalmente en 1942 y reunió a algunos de los científicos más brillantes del mundo, muchos de ellos exiliados de Europa que huían del fascismo.
Entre sus filas estaban nombres como Enrico Fermi, Hans Bethe, Isidor Rabi, Richard Feynman, Edward Teller y, por supuesto, J. Robert Oppenheimer, quien fue nombrado director del laboratorio en Los Álamos y terminó siendo conocido como el “padre de la bomba atómica”. Junto con ellos trabajaban matemáticos, químicos, ingenieros, técnicos, obreros y militares. Algunos sabían exactamente qué estaban construyendo; otros solo conocían una parte del rompecabezas.
El desarrollo fue tan rápido como secreto. En apenas tres años, lograron no solo enriquecer uranio y producir plutonio a escala industrial, sino también diseñar, probar y detonar el arma más destructiva creada hasta entonces por el ser humano.
El estallido de Trinity
La mañana del 16 de julio de 1945, en un rincón desértico de Nuevo México conocido como Jornada del Muerto, se montó una torre metálica de 30 metros de altura, sobre la cual se colocó el dispositivo explosivo, apodado The Gadget. Nadie sabía con certeza qué ocurriría. Algunos científicos temían que la bomba incendiara la atmósfera. Otros simplemente esperaban que funcionara.
Lo que ocurrió superó cualquier predicción.
La explosión liberó una energía equivalente a casi 25 mil toneladas de TNT. Se formó una bola de fuego de cientos de metros de diámetro, con temperaturas varias veces más altas que la del centro del Sol. Una nube en forma de hongo se elevó más de 12 kilómetros, mientras el destello iluminaba el cielo con tanta fuerza que pudo verse a más de 300 kilómetros de distancia. El estruendo rompió ventanas a más de 160 kilómetros a la redonda. En el sitio de la explosión, la arena se fundió en un extraño vidrio verde radiactivo que más tarde sería bautizado como trinitita.
En ese momento, Oppenheimer recordó un verso del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”.
La prueba fue exitosa. Tres semanas después, las bombas de Hiroshima y Nagasaki marcaron el inicio oficial de la era nuclear.
El legado invisible: el mundo después de Trinity
Lo que ocurrió en Trinity no solo cambió el rumbo de la guerra. Cambió al planeta entero.
Además de la devastación inmediata, Trinity y las posteriores pruebas nucleares iniciaron una nueva etapa de transformación ambiental. La explosión liberó radionúclidos artificiales —como el cesio-137, el estroncio-90 y el plutonio-239— que se dispersaron en la atmósfera y comenzaron a viajar con el viento, la lluvia, el polvo. Estas partículas radiactivas, invisibles a simple vista, se depositaron en suelos, glaciares, lagos, cultivos, animales… y en nosotros.
Incluso hoy, es posible encontrar rastros de estas sustancias en dientes de leche recolectados décadas después, en los anillos de crecimiento de los árboles, en las capas de hielo de los polos y en los sedimentos de lagos en todo el mundo. Son, literalmente, las cicatrices del primer estallido atómico.
Algunos científicos proponen que el Antropoceno —la era geológica en la que el ser humano se convirtió en una fuerza planetaria— debería comenzar en 1945, con la huella radiactiva de Trinity como marcador inequívoco.
Además de la contaminación ambiental, Trinity tuvo consecuencias sanitarias. Las poblaciones cercanas al sitio, conocidas como downwinders, han reportado por décadas tasas elevadas de cáncer, leucemia y otros padecimientos vinculados a la exposición radiactiva, aunque sus historias han sido en gran parte invisibilizadas.
¿Qué nos dejó Trinity?
A 80 años de esa explosión, la ciencia ya no puede ser vista como neutral. Trinity fue una hazaña científica, sí, pero también un recordatorio del poder —y del peligro— de llevar la curiosidad más allá de la prudencia. Por primera vez, los seres humanos generaron una reacción que no solo podía destruir ciudades enteras, sino también alterar el planeta para siempre.
La era nuclear no terminó con la Guerra Fría. Hoy seguimos enfrentando dilemas parecidos: tecnologías poderosas, promesas de progreso, pero también riesgos globales. Inteligencia artificial, biotecnología, geoingeniería… ¿hemos aprendido algo desde Trinity?
Recordar el 16 de julio no es solo hacer memoria. Es mirar con ojos abiertos el legado que aún respiramos —en el aire, en la tierra, en el cuerpo— y reflexionar sobre qué tipo de poder queremos ejercer como especie.